A pesar del estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, el año siguiente hubo buena temporada en el Colón. Un estreno fundamental: “El Caballero de la Rosa” de R.Strauss; uno valioso: “Francesca da Rímini” de Zandonai; y uno al que ya hice referencia pero con respecto a su estreno mundial en Rusia: “Iván” de García Mansilla. Y en lo interpretativo, el retorno de Caruso tras once temporadas de ausencia fue memorable.
Fue abundantísima la actividad zarzuelística entre 1896 y 1915, tanto en el género grande como en el chico. Sólo mencionaré algunos hechos de especial valor. El estreno en 1897 de esa obra maestra, “La revoltosa” de Chapí. El debut en 1898 del que será eminente barítono de la especialidad, Emilio Sagi-Barba. Y después de 1900 se conocen entre otras a títulos muy representativos como “El punao de rosas” de Chapí, “ Bohemios” de Vives y “La corte de Faraón” de Lleó. O “Las golondrinas” de Usandizaga , luego convertida en ópera.
Como consecuencia directa de la masiva inmigración italiana comparada con la francesa y la alemana y austríaca, la opereta de esos orígenes fue frecuentemente cantada en italiano por compañías procedentes de la Península Itálica (a veces también en castellano por compañías españolas, pero era más lógico que éstas se dedicaran a su género específico, la zarzuela). Así se veían obras tan variadas como “El sueño de un vals” de Oscar Straus, “La Geisha” de Jones (originalmente en inglés), “La Princesa de los dólares” de Fall, “Los saltimbanquis” de Ganne o “La viuda alegre” de Lehár. Compañías de Roma, Florencia o Milán hacían sus temporadas; pero a veces volvían los franceses, como los que estrenaron la exquisita “Véronique” de Messager en 1902 o una obra del argentino Clérice (a quien me referí más arriba): “Ordre de l’Empereur”. Afortunadamente a partir de 1906 también se recibieron compañías vienesas que representaron en alemán los grandes títulos de Johann Strauss II, Von Suppé, Millocker, Zeller, Fall, O. Straus y Lehár.
El ballet había sido bastante dejado de lado durante largos períodos, pero a partir de 1901 empieza a acrecentarse el interés. En 1903 se estrena “Copelia” de Delibes. Sin embargo fue recién en 1913 que ocurrió un acontecimiento que cambiaría la historia coreográfica en nuestra capital: la temporada de Les Ballets Russes de Diaghilev, con coreografías de Michel Fokin. Multitud de estrenos, entre los cuales cabe mencionar “Scheherazade” de Rimsky-Korsakov, “El espectro de la rosa” de Weber-Berlioz (“Invitación a la danza”), “Las Sílfides” sobre música de Chopin, las “Danzas Polovtsianas” de la ópera “El Príncipe Igor” de Borodin, “Carnaval” sobre la música de Schumann. El célebre Vaslav Nijinsky bailó su propia concepción de “Preludio a la siesta de un fauno” de Debussy. Se vio también una versión condensada de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. Tamara Karsavina y Nijinsky bailaron la ya conocida “Giselle”. La renovación estética, la perfección de la danza, los decorados de Bakst, maravillaron a los porteños de entonces y sentaron las bases para la afición que se irá haciendo cada vez más fuerte con el paso de los años. El ballet como forma artística específica se había impuesto definitivamente. En otro tipo de danza, la española, tuvieron fuerte éxito Antonia Mercé (La Argentina) y Pastora Imperio.
Volvamos a la vida de conciertos en la capital. Una limitación de fondo era la ausencia de una orquesta sinfónica permanente; las de los teatros de ópera estaban generalmente demasiado ocupadas para dar conciertos, salvo excepciones. Hubo sin embargo intentos de establecer esa tan necesaria orquesta. Alberto Williams en la dirección y Ernesto Drangosch en el piano dieron a conocer numerosas obras en la primera década del s.XX. Grandes solistas nos fueron visitando: el pianista portugués José Vianna da Motta, el violoncelista Pablo Casals, los entonces jóvenes pero ya talentosos pianistas Miecio Horszowski y Magda Tagliaferro. En 1904 se tuvo la doble presencia como pianista y director del gran creador Camille Saint-Saens, que estrenó muchas obras suyas. En 1911, al célebre polaco Ignaz Jan Paderewski.
Fue figura esencial en esos años el italiano Ferruccio Cattelani, a quien se le debieron numerosos estrenos sinfónicos y camarísticos. Por ejemplo, estrenó nada menos que la Sinfonía No.9, “Coral”, de Beethoven, con la Sociedad Orquestal Bonaerense , en 1902. En su segunda etapa, entre 1906 y 1914, casi puede decirse que asentó las bases del repertorio sinfónico para el melómano local. La lista es impresionante, y lo que sigue es una selección: Sinfonía “Júpiter” de Mozart; “Finlandia” y “El cisne de Tuonela” de Sibelius; “Sinfonía Fantástica” y “Haroldo en Italia” de Berlioz; “Don Juan”, “Las alegres travesuras de Till” y “Muerte y transfiguración” de Strauss; Sinfonía No. 2 y “Obertura para un festival académico” de Brahms; “La Gran Pascua Rusa” de Rimsky-Korsakov; Cuarta Sinfonía de Schumann; “Los Preludios” de Liszt; Sinfonía No.4, “Romántica”, de Bruckner; el Andante de la Sinfonía No. 2 de Mahler; “Sinfonía sobre un canto montañés” de D’Indy; “Cristo en el Monte de los Olivos” de Beethoven. Por otra parte, en 1915 sucede un hecho auspicioso en el Colón: una amplia serie de doce conciertos sinfónicos dirigidos por André Messager con una orquesta basada en la de la Scala de Milán. Si bien no hubo estrenos importantes, el repertorio fue amplio e importante, como demostración de una verdadera necesidad estética del medio.
Una breve reflexión antes de pasar a la siguiente etapa capitalina. Hacia 1915 empieza a ser habitual el uso del automóvil, lo cual facilita las comunicaciones interprovinciales. En cuanto al ferrocarril, se lee en el Espasa Calpe de 1945: “comenzaron a construirse en 1857, aunque el mayor impulso en la instalación de nuevas líneas se registró entre 1883 y 1891 y entre 1905 y 1914”. En suma, el país empezaba a estar mejor comunicado; pero todavía estaba lejana en el tiempo la aviación comercial. En la práctica, los artistas europeos estaban dispuestos a cruzar el Atlántico para visitar Buenos Aires (y quizá en camino Río de Janeiro y Montevideo) pero raramente se decidían a ir a las provincias. Por otra parte, si la propia capital no se había decidido a fundar orquestas estables, era improbable que ello ocurriese en el ámbito provincial. O que se corriese el riesgo de desplazar toda una compañía de ópera a ciudades lejanas 400, 800 ó 1.000 km de la capital. Sin embargo fueron fundándose buenas salas , y algunas todavía existen, en ciudades como Córdoba, Rosario o Mendoza. Y gradualmente empezó a florecer un movimiento coral que dio excelentes frutos al promediar el siglo XX, con grupos tan notables como los que hubo en Mendoza, Rosario, Córdoba o Resistencia. Décadas más tarde empezaron a aparecer esos organismos esenciales, las orquestas sinfónicas; pero recordemos que las tres principales orquestas de nuestra capital son posteriores a 1925. Ello no quita que ciudades del porte de Rosario o Córdoba hubieran debido no demorarse tanto en alcanzar un grado considerable de madurez musical, y que sólo el Teatro Argentino de La Plata tiene una trayectoria centenaria. Y que todavía hoy la ópera tiene un desarrollo muy insuficiente en toda la extensión del país. Los Estados provinciales y los municipios han estado remisos en apoyar con suficiente tesón, continuidad y dinero las actividades musicales, y con frecuencia ha sido el esfuerzo privado el que ha tenido mayores logros; o el universitario, en particular en Cuyo. Creo que musicógrafos de cada ciudad importante deberían asumir la ardua pero pertinente tarea de investigar los aportes locales en el campo de la música clásica, ya que ese trabajo de análisis y síntesis todavía falta en nuestro país y se sabe demasiado poco al respecto.