La pérdida total de documentos musicales de las reducciones jesuíticas de Misiones es una verdadera tragedia cultural, absolutamente imperdonable y obscurantista. Pero el mismo crimen de lesa cultura se dio en el clero no jesuítico, y es casi increíble que haya habido tan monumental desidia y carencia total de sentido conservador e histórico. No cabe duda de que se ha perdido un venero inmenso de música, incluyendo quizá composiciones en estilos europeos pero escritas aquí, o incluso alguna pieza de influencia indígena, ya que existen unas pocas en Chiquitania de estas características. Una total ausencia de criterio histórico, pero también un afán vandálico y destructor por parte de los enemigos de los jesuitas; sin embargo lo más extraño fue que al saber de su expulsión no se hubieran preocupado los jesuitas mismos ( o incluso en años anteriores) de hacer catálogos de las partituras disponibles.
En la Ciudad de Buenos Aires fue importante la actividad musical ya desde el s.XVII. Juan Vizcaíno de Agüero declaró en 1634 que “desde (hace) cinco años asisto en la Catedral, dirigiendo el canto llano y la música de órgano”. Una sucesión de músicos generalmente españoles o de ascendencia española fue plasmando durante sucesivas décadas una razonable actividad en la cual seguramente se ejecutó música europea similar a la que se escuchaba en las iglesias de la Península Ibérica. Francisco Vandemer, Juan Bautista Goiburu y José Antonio Picasarri fueron maestros de capilla. En 1790 la Catedral contaba con un grupo instrumental que tenía cuerdas, oboes y trompas.
Por otra parte, si bien no existía el concierto público, sí hubo tertulias musicales con clave, flauta y violín, con obras de europeos como Haydn, Pergolesi, Boccherini o Stamitz. Además hubo una primera aproximación a la ópera en 1757, que apenas duró cuatro temporadas. Pero en 1783 se construyó el Teatro de la Ranchería. Cita Gesualdo un impresionante inventario de 1792: “más de mil piezas de repertorio, entre ellas 380 comedias, 123 sainetes, 49 tonadillas generales, 47 tonadillas a dúo, 99 tonadillas a solo, 14 sinfonías, 2 zarzuelas” (era la tonadilla escénica la más habitual de las formas en la España de entonces). Desgraciadamente en ese mismo 1792 el teatro se incendió.
También las danzas europeas se importaban: contradanza, minué, paspié (del francés “passepied”), gavota y fandango se bailaban en los saraos. Por otra parte, los negros celebraban candombes y “tambos” a veces tumultuosos.
Ciertas ciudades del interior también tuvieron un movimiento musical. Cosme del Campo (1600-1660), sacerdote y músico nacido en Santiago del Estero, fue chantre de la catedral de esa ciudad en 1649, que presumiblemente mantuvo cierta actividad en décadas posteriores. Sobre fines del s.XVIII se registra en Mendoza la presencia del notable flautista italiano Pedro Bevelacqua. Pero fue Córdoba la ciudad que se destacó, y no sólo por los jesuitas, como fue consignado más arriba. Ya en el s.XVII se señala la fecunda acción de músicos como el organista López Correa, el maestro de música Francisco de Alba y varios organistas más. Y a fines del siguiente siglo, en 1797, se funda una Academia de Música, como nos cuenta Cristóbal de Aguilar: una Doña Rita “tocaba el clave en forma estupenda y se llevaba todo el aplauso al ejecutar arias, pastorales, duetos y tonadillas” (Gesualdo).
Paulatinamente se va formando una afición y un gusto por la música culta , que se afianzará durante el siglo siguiente, con los lógicos altibajos derivados de las dificultades políticas.